De este modo, los primeros historiadores positivistas que desarrollaron el método de análisis crítico de las fuentes en esas fechas pusieron las bases para el desarrollo de este método el campo de la historia. No obstante, la evolución llevada a cabo en los estudios históricos de los siglos contemporáneos ha puesto de manifiesto la dificultad que tiene la Historia para cumplir algunos de los requisitos básicos de la ciencia.
Partamos del principio de que la historia es la disciplina que trata de reconstruir las sociedades del pasado y los acontecimientos que vivieron a partir de criterios epistemológicos de veracidad. Para ello, toma como base diversas fuentes ya sean escritas o restos de la cultura material a través de las cuales puede construir ese conocimiento sobre el pasado. Todo ello se plasma a partir del trabajo del historiador en textos escritos que acercan a la disciplina historiográfica a la categoría de arte humanístico o ciencia social. Esta realidad requiere por parte del historiador de una reflexión metodológica previa, fundamental para definir su trabajo. La clave de bóveda de la problemática metodológica en la escritura de la historia se ubica en la relación entre los hechos y la persona que los recoge, desarrolla y analiza tratando de extraer algún tipo de significado de ellos. Aunque en ocasiones dé la impresión, a partir de la lectura de distintos libros de historia, de que lo que se relata en ellos son verdades objetivas por ese estilo de narración omnisciente con el que se escriben muchas de las obras historiográficas lo cierto es que el papel del historiador en la construcción de ese relato es esencial, y genera un problema epistemológico y metodológico de difícil solución, y que en ocasiones muchos de los historiadores parece que no se plantean. Es, en esencia, un debate que desde hace tiempo se plantea en términos de objetividad contra subjetividad. Y en todo ese debate no debemos perder de vista también la veracidad. Son tres elementos que se combinan en el debate historiográfico y que están en la base de las principales dificultades epistemológicas a las que se enfrenta la escritura de la historia.
Si situamos esta definición de la Historia como disciplina científica en el contexto más amplio de la evolución del pensamiento para intentar comprender por qué la trascendencia, lo sobrenatural y Dios quedan fuera de la Historia como ciencia y si existe alguna manera de replantear la cuestión en un estudio histórico que se pretenda científico y que pase por no ignorar la existencia de Dios y su actuar en la Historia de los hombres, nos son de gran ayuda las exposiciones de Joseph Ratzinger en su obra “Introducción al Cristianismo” al referirse a los límites de la comprensión moderna de la realidad y el lugar de la fe. Cuando Ratzinger habla de “modernidad”, lo hace como periodo histórico, posterior a la Edad Media, pero también como un concepto con sus propias categorías de pensamiento, que suponen una ruptura con el pensamiento anterior, como vamos a ver resumiendo todo lo posible esta importante exposición: “En los diversos periodos evolutivos del espíritu humano hay tres formas distintas de situarse ante la realidad – afirma el autor -: la orientación básica mágica, la metafísica y, por último, la científica (se está refiriendo a las ciencias naturales, principalmente). Cada una de estas orientaciones fundamentales tiene algo que ver con la fe; ninguna es neutral. La limitación a los “fenómenos”, a lo que se ve o se puede captar, es una nota característica de nuestra actividad fundamental y científica que condiciona necesariamente todo nuestro sentimiento existencial y nos asigna un lugar en lo real. Hemos dejado de buscar la cara oculta de las cosas, de sondear en la esencia del ser. Nos hemos situado en nuestra perspectiva, que es la de los visible en el sentido más amplio, lo que podemos abarcar y medir (…). Con esto se ha ido formando poco a poco en la vida y en el pensamiento modernos un nuevo concepto de verdad y de realidad”.
Con el fin de explicar cómo se ha llegado a la postura moderna anteriormente explicada, Ratzinger se remonta a dos estadios previos en la transformación espiritual: el que evoluciona de Descartes a Kant, que formula una idea completamente nueva de la verdad y del conocimiento, acuñando la fórmula típica del espíritu moderno sobre la verdad y la realidad. A la ecuación escolástica “verum est ens” (el ser es la verdad), contraponen “verum quia factum”, que significa que lo único que podemos reconocer como verdadero es lo que nosotros mismos hemos hecho. Para el teólogo alemán, esta fórmula señala el fin de la vieja metafísica y el comienzo del peculiar espíritu moderno. “Para la Antigüedad y la Edad Media el ser mismo es verdadero; es decir, se puede conocer porque lo ha hecho Dios, el entendimiento por antonomasia; y lo ha hecho porque lo ha pensado. La obra humana, por el contrario, en el pensamiento antiguo y medieval, es contingente y efímero. El ser es idea y, por tanto, pensable, objeto del pensamiento y de la ciencia, que busca la sabiduría. La ciencia medieval propiamente dicha reflexiona sobre el ser. Las cosas humanas no se consideraban verdaderamente ciencia, sino “techne”, capacidad artesanal. Esta tesis pervive en Descartes, al comienzo de la época moderna, cuando niega expresamente a la historia el carácter de ciencia: por mucho que diga el historiador que conoce la historia de Roma, sabe menos de ella que cualquier cocinera romana. Unos cien años después, Giambattista Vico (1688-1744) cambió radicalmente el canon de verdad de la Edad Media, que aún seguía en vigor, dando expresión al giro fundamental del espíritu moderno. Sólo ahora es cuando comienza la postura que da origen a la época “científica”, en cuyo desarrollo seguimos inmersos”.
Siguiendo formalmente a Aristóteles, afirma Ratzinger, “Vico propone que el saber real consiste en saber las causas de las cosas. Así, sólo podemos conocer verdaderamente lo que nosotros hemos hecho. La identidad entre la verdad el ser queda suplantada por la identidad entre la verdad y la facticidad; el conocimiento queda reducido al mundo exclusivo de los hombres, que es lo único que podemos comprender verdaderamente. El hombre no ha creado el cosmos, por eso no puede comprenderlo en su profundidad más íntima. El conocer pleno y demostrable sólo está a su alcance en las ficciones matemáticas y en lo concerniente a la historia, que es el ámbito de la actividad humana y, por tanto, de lo comprensible. En medio del océano de la duda, que amenaza a la humanidad después de la caída de la vieja metafísica al comienzo de la época moderna, se redescubre la tierra firme en la que el hombre intenta construirse una existencia nueva: comienza el dominio del hecho, la radical conversión del hombre hacia su propia obra como lo único que puede conocer. A esto va unida – continúa Ratzinger – la transmutación de todos los valores, oponiendo el tiempo “nuevo” al “antiguo”. La historia, a la que antes se despreció y se consideró como acientífica, se convierte, junto con las matemáticas, en la única ciencia verdadera. Estudiar el sentido del ser, que antes parecía lo único digno para un espíritu libre, se considera ahora una tarea ociosa e inútil que no puede desembocar en un conocer propiamente dicho. En las universidades dominan en la modernidad las matemáticas y la historia: con Hegel y con Comte, la filosofía pasa a ser una cuestión de la historia, que ha de comprenderse como proceso histórico. Con Ferdinand Ch. Baur, la teología se hace historia, utilizando métodos estrictamente históricos y estudiando lo que aconteció en el pasado. La economía se estudia en Marx desde una perspectiva histórica y la tendencia histórica afecta también a las ciencias naturales en general, como vemos con Darwin”.
El mundo ya no es, por tanto, el sólido edificio del ser, sino que sólo puede conocerse como algo hecho por el hombre. Surge entonces un antropocentrismo radical, en que el hombre sólo puede conocer su propia obra y tiene que aprender a considerarse como algo que ha aparecido casualmente, como un puro “hecho”. Pero ocurre – afirma Ratzinger – otro giro en el siglo XIX: “la historia como el lugar de la verdad de los hombres es por sí solo insuficiente”. Se impone un nuevo programa: la verdad es la factibilidad, no sólo el hecho; y así, la “techne” suplanta a la historia, que primaba hasta entonces. La demostrabilidad que persigue el historiador, y que en los comienzos del XIX se presentó como la gran victoria de la historia sobre la especulación, siempre implica algo problemático: el momento de la reconstrucción, de la explicación y de la ambigüedad; por eso, al comienzo del siglo XX la Historia sufre una crisis, y el historicismo, con su orgullosa pretensión de saber, se vuelve problemático. Cada vez se ve más claro que no existe ni el puro hecho ni su inconmovible seguridad, que en el factum siempre están contenidas tanto la interpretación como su ambigüedad. Cada día es más difícil ocultar que no se tiene la certeza que la investigación de los hechos prometió a quienes rechazaban la especulación”.
Pero, como afirma Joseph Pearce, “si intentamos estudiar la Historia a través de los prejuicios y las ideas preconcebidas de nuestro propio tiempo, sólo conseguiremos malinterpretar los motivos y las intenciones de las acciones históricas. Si no sabemos qué creían aquellas personas, no comprenderemos por qué actuaban y se comportaban como lo hacían. No comprenderemos realmente lo que ocurrió. Nuestro prejuicio o nuestra ignorancia nos habrán cegado. Para entender la Historia, hemos de entender a sus protagonistas lo suficiente como para empatizar, aunque no simpaticemos, con ellos. Cuanta más evidencia histórica sale a la luz, menos pueden los deanes de la posmodernidad hacer a los personajes históricos pensar en clave de presente”. Las palabras de Pearce son fundamentales para no caer en el error epistemológico del presentismo, tan frecuente en los estudios historiográficos.
La cuestión es que, si nos proponemos estudiar la Historia como disciplina científica en la academia, según la metodología científica, la cuestión sobrenatural queda fuera del estudio: Dios no tiene cabida en la historia de los hombres según la metodología científica. Pero, entonces, en conciencia, ¿cómo puede un historiador católico tratar de reconstruir episodios históricos sin contar con la presencia y acción de Dios en la historia de los hombres, de cada hombre?
El profesor Carlos Eire en el epílogo de su obra “They flew. A history of the impossible” (“Volaron. Una historia de lo imposible”), achaca también al espíritu de los tiempos en que apareció la disciplina histórica las bases metodológicas, hermenéuticas y conceptuales de la misma. Señala Eire cómo, a finales del siglo XVIII, la llamada Era de la Razón y la Ilustración, junto con los avances en la ciencia y la tecnología empíricas, habían creado una nueva forma de ver e interpretar el mundo, que puede llamarse “cosmovisión”, “mentalidad”, “mentalidad” o “imaginario social”. (pág. 357). Había surgido una nueva forma de pensar, una revolución epistemológica y lo sobrenatural había sido expulsado de la tierra, relegado a un lugar invisible y absolutamente desconocido; dimensión inalcanzable o declarado un concepto infantil e inútil (p. 357-358). En el nuevo sistema de creencias gobernado por el empirismo y las “reglas férreas de causa y efecto”, a Dios le quedaba poco o nada que hacer. Como diría el erudito bíblico David Strauss en el siglo XIX, las reglas de aquellos férreos deterministas crearon un “problema de alojamiento” para Dios. A todas las preguntas que se formula Eire a este respecto, concluye que “la incredulidad moderna es, de hecho, una forma de creencia, porque fenómenos como la levitación, por ejemplo, terminan siendo descartados como imposibles en la cultura materialista moderna y posmoderna, a pesar de ser fenómenos constatados históricamente. Para Eire, “cada época y cultura tiene sus propias creencias incuestionables, y la nuestra tiende a valorar la racionalidad y superioridad de la incredulidad como una de sus creencias centrales, especialmente en lo que respecta a negar la existencia de una dimensión sobrenatural.
¿Qué ocurre entonces cuando un católico se propone estudiar la Historia como disciplina científica en el ámbito académico? ¿Cómo conciliar la convicción de la actuación de Dios en la historia con la realización de estudios científicos y académicos de la historia? Sánchez Saus pone a cada historiador católico ante una reflexión personal necesaria, porque “justamente a través del estudio de la historia se busca ir atisbando la acción de Dios sobre el mundo”, considerando que “dos son las posturas que se pueden adoptar en la manera de interpretar la historia: la aceptación del azar como motor de la misma o la convicción de que Dios, a través de su Providencia, va llevándola de la mano. Esta opción ofrece “la posibilidad de considerar los hechos históricos a la luz de la Revelación con lo cual podemos explicarnos la esencia íntima de muchos acontecimientos”. Y ya hemos visto en el artículo de Brad S. Gregory que precisamente el postulado metafísico del naturalismo y su epistemología empirista correlativa constituyen autolimitaciones metodológicas de la ciencia.
Comentarios
Publicar un comentario