León XIII, el estudio de la historia y el deber del historiador católico


 Saepenumero considerantes

Carta Apostólica de Su Santidad LEÓN PP. XIII Sobre el estudio de la Historia de la Iglesia, con ocasión de la apertura de los Archivos Secretos Vaticanos.

(Traducción y notas del P. Dr. Javier Olivera Ravasi) 

Hemos analizado a menudo cuáles son las técnicas que utilizan frecuentemente aquellos que quieren convertir a la Iglesia y al Pontificado romano en un objeto de sospecha y de envidia, y hemos encontrado que, frecuentemente, los intentos de aquéllos se han vuelto con gran violencia y astucia contra la historia de la Cristiandad y especialmente contra aquella parte que se refiere a las acciones de los Pontífices romanos, más estrictamente ligadas a los sucesos italianos.

Diversos obispos que registraron Nuestras mismas intenciones se encuentran preocupados no solamente por el pensamiento de los males que de ellos se derivaban, sino también por el temor de lo que vendrá. De hecho, quienes dan espacio al odio contra el Pontificado romano, más que a la verdad de o hechos, atentan en modo injusto y contemporáneamente peligroso, contra la memoria de los tiempos pasados al pintarla de falsos colores y hacerla sierva del nuevo poder en Italia. 

Puesto que a nosotros nos compete, no solamente alejar las ofensas contra los antiguos derechos de la Iglesia sino también defender su misma dignidad y decoro de la Sede Apostólica, queriendo que finalmente la verdad triunfe y que los italianos sepan dónde en el pasado han recibido los máximos beneficios y desde dónde deban esperarlos para el futuro, hemos deliberado el transmitiros, queridos Hijos Nuestros, nuestras decisiones en esta materia tan relevante, confiándolas a vuestra sabiduría a fin de que sean cumplidas. Los recuerdos no tergiversados de los hechos, si se analizan con ánimo tranquilo y sin opiniones prejuiciosas, por sí mismos defienden espontánea y magníficamente, tanto a la Iglesia como al Pontificado. En efecto, en ellos donde pueden verse, hermanadamente, la grandeza y naturaleza de las instituciones cristianas; entre los arduos combates y las egregias victorias se observa la fuerza divina y la virtud de la Iglesia; a través del análisis cierto de los hechos, aparecen con evidencia los grandes beneficios realizados por los Pontífices máximos a todos los pueblos, especialmente en aquellas personas, en cuyo seno, la providencia de Dios colocó la Sede Apostólica.

Quienes con toda clase de razonamientos y esfuerzos, intentaron perseguir al mismo Pontificado, no quisieron evitar los testimonios históricos de los hechos importantes y, lanzados con perversidad y astucia, las mismas armas que podrían haber sido óptimamente utilizadas para rechazar las injurias, fueron usadas para provocarlas. Este género de persecución fue practicado principalmente, hace tres siglos, por las Centurias de Magdeburgo quienes, no pudiendo como autores y promotores de nuevas tesis, expugnar las defensas de la doctrina católica, empujaron a la Iglesia hacia las disputas históricas, como a un nuevo combate. Casi todas las escuelas que se habían rebelado contra la antigua doctrina siguieron el ejemplo de las Centurias, entre ellos -lo que es aún más miserable- algunos católicos e italianos. 
Con el objetivo de perseguir a la Iglesia, se analizaron hasta los últimos elementos del pasado, explorando, uno por uno, cuanto recoveco archivístico existiese; fueron publicadas historias sin fundamento; invenciones cien veces refutadas y cien veces repetidas. Los principales lineamientos de la historia fueron removidos o astutamente interpretados en modo reductivos; con reticencia, fácilmente fueron dejados de lado los acontecimientos gloriosos y justamente memorables de la Iglesia, al mismo tiempo que con aspereza, se subrayaba y exageraba cualquier acto imprudente o menos correcto, propios de la naturaleza humana de sus integrantes. Creían ellos con descarada agudeza, que resultaba incluso lícito analizar, los secretos ocultos de la vida familiar, para arrebatar y difundir los que parecían más fácilmente motivo de espectáculo y de burla para la multitud siempre ávida de escándalos.

Entre los Pontífices Máximos, aquellos cuya virtud brilló, fueron estigmatizados y condenados como intemperantes, soberbios y déspotas; a aquéllos a quienes no se pudo sustraer la gloria de las gestas, se los criticó en sus decisiones; mil veces fue repetida la estúpida tesis de que la Iglesia perjudicó el desarrollo humano e intelectual de las personas. Una crudelísima red de maledicencias y de falsas acusaciones fue tejida específicamente contra el poder temporal de los romanos Pontífices, instituido por designio divino con el objeto de defender la libertad y el gobierno, y basado en óptimos fundamentos jurídicos e innumerables y memorables méritos. Estas maquinaciones también hoy han sido alentadas al punto que podríamos asegurar con fundamento que, la ciencia histórica parece ser una conjura de los hombres contra la verdad. De hecho, renovadas todas aquellas falsas acusaciones precedentes, vemos que la mentira se desarrolla audazmente en la actualidad, tanto entre ponderados volúmenes como en pequeños libros, entre las hojas volantes de los periódicos y las seductoras invenciones del teatro. Demasiados quieren que el recuerdo mismo de los sucesos pasados sea cómplice de sus ofensas. 
Un ejemplo reciente viene desde Sicilia donde –aprovechando la ocasión de un cruento aniversario– fueron lanzadas contra el nombre de Nuestros predecesores, numerosas injurias y graves palabras, escritas incluso sobre monumentos memorables. Lo mismo sucedió poco después, cuando se rindieron públicos honores a un hombre de la ciudad de Brescia, cuya inteligencia sediciosa y su ánimo contra la Sede Apostólica, le hicieron famoso. Entonces se volvió a excitar la ira popular y a lanzar contra los Pontífices Máximos ardientes llamaradas de injurias. Si luego se trató de conmemorar eventos que devolviesen totalmente los honores a la Iglesia y en los cuales la luz de la verdad se manifestase, surgieron toda clase de espinosas calumnias, reduciéndolos y disimulándolos, a fin que los Pontífices no recibieran ni la menor alabanza ni el menor mérito posible. 

Todavía más grave es que, este modo de hacer historia ha invadido incluso las escuelas: a menudo, en efecto, son presentados a los niños libros de texto llenos de falsedad que, una vez asimilados con la ayuda de la malicia o la superficialidad de los docentes, llenan de fastidio a las pequeñas almas ante el venerado pasado, engendrando además, un desprecio por cuanto de más sagrado hay allí: sus cosas y sus personas. Superados los primeros años de la escuela, estos peligros se hacen más y más grandes. Y resulta asombroso cómo a acusaciones de este género, alejadas completamente de la verdad, aunque se les oponga con fuerza numerosos testimonios, puedan haber sido tenidas en cuenta por muchos.

Es claro que la historia conserva, para eterna memoria, los últimos y grandísimos méritos que el Pontificado romano tiene respecto de Europa y, en particular, respecto de Italia, la cual recibió, antes que nadie –como era previsible– las más grandes ventajas y beneficios de la Sede Apostólica. Entre éstos beneficios se recuerda, antes que nada, que los italianos hayan podido mantenerse intactos en materia religiosa, a pesar de tantas divisiones: un bien grandísimo para los pueblos que gozan y se sirven de ella como solidísima custodia de la prosperidad familiar y pública.

Para dar un ejemplo puntual, ninguno ignora que, luego del debilitamiento de las tropas romanas, justamente los Pontífices se opusieron con mayor vigor que cualquiera a las tremendas incursiones de los bárbaros; gracias a su determinación y a su tenacidad, se logró –y no sólo una vez– que el suelo italiano se viera preservado del furor de los enemigos, preservando incluso a la misma Roma de innecesarios derramamientos de sangre, destrucciones e incendios. En el atormentado período en que los Emperadores de Oriente habían volcado sus preocupaciones hacia otra parte, entre tanta solicitud y miseria, Italia encontró siempre el cuidado de los Pontífices romanos, cuya demostrada caridad en aquellas calamidades contribuyó grandemente, junto a otros factores, a constituir el principado civil del cual –como es de público conocimiento– ha estado siempre atento a la máxima utilidad general. En efecto, fue a raíz de que la Sede Apostólica quiso favorecer todo recto estudio de la sociedad, extender la eficacia de la propia virtud incluso en materia civil y abrazar estrechamente los temas de mayor relevancia en las comunidades, es que ha sido siempre agradecida por la potestad civil, obrando con libertad ante tantos sucesos. Cuando el sentido del poder movió a Nuestros Predecesores, a defenderse de los malos deseos de sus enemigos que buscaban dominarlos, ¿no es acaso verdad que, justo en este modo, repetidamente evitaron que gran parte de Italia fuese dominada por potencias extranjeras? Algo similar sucedió recientemente y se encuentra aún presente en la memoria, cuando la Sede Apostólica no se rindió ante las armas victoriosas del máximo emperador, solicitando a los reinos aliados que fuesen restituidos todos los derechos del principado9. Ni fue menos ventajoso para los italianos el hecho que, a menudo, los Pontífices romanos se opusiesen abiertamente a las inicuas voluntades de los príncipes, y que, mantenida una alianza con las fuerzas asociadas de Europa, hicieran frente con gran vigor a los violentísimos y sangrientos ataques de los Turcos. 

Dos batallas decisivas, una en el territorio milanés (Legnano) y otra cerca de las islas Curzolari (Lepanto), gracias a las cuales fueron vencidos los enemigos de Italia y de la Cristiandad, fueron combatidas con empeño bajo los auspicios de la Sede Apostólica. La fuerza y la gloria naval de los italianos derivaron de las expediciones palestinas (las Cruzadas), movilizadas por voluntad de los Pontífices; las repúblicas populares (las Comunas) trajeron leyes, vida y estabilidad gracias a la sabiduría de los Pontífices. La extraordinaria fama de Italia en los estudios liberales y en las artes debe agradecérsele también al mérito de la Sede Apostólica. La literatura de los romanos y de los griegos, se hubiese perdido si los Pontífices y los hombres de Iglesia no hubiesen recogido, como luego de un naufragio, las reliquias de tan grandes obras. Lo que ha sido realizado en Roma habla con más fuerza que cualquier otra cosa: los antiguos monumentos conservados a costa de grandes gastos; los nuevos construidos y adornados con las obras de los mayores artistas; los museos y las bibliotecas creadas; las escuelas abiertas para la formación de los jóvenes; las ilustres universidades instituidas. Por estos motivos, Roma ha logrado tal fama, al punto de ser considerada por la opinión común, como la madre de las más grandes artes. Mientras tanta luz se irradia de éstas y de muchas otras realizaciones, a ninguno se le escapa que definir como nocivo para Italia al Pontificado en sí, o el poder temporal de los Pontífices, significa inequívocamente querer mentir sobre una materia más que evidente. Pésimo propósito es engañar conscientemente y hacer de la historia un veneno homicida: tanto más reprobable en hombres católicos y más aún si son nacidos en Italia; la gratitud de sus ánimos, el respeto por la propia religión y el amor para con la Patria, deberían llevarlos más que a otros, no sólo a estudiar la verdad sino también a ser sus defensores. 

Mientras muchos entre los mismos protestantes, con agudeza de ingenio y equidad de juicio, han abandonado numerosas convicciones y, empujados por la fuerza de la verdad, no han dudado en alabar al Pontificado romano como portador de la civilización y de grandísimas ventajas para los Estados, es indigno que muchos entre los connacionales continúen afirmando lo contrario. Aquellos que en las disciplinas históricas aman sobre todo lo que viene del exterior, siguiendo y elogiando siempre a los más feroces escritores extranjeros contra las instituciones católicas, juzgan despreciable a quienes, entre los nuestros, han narrado la historia sin separar el amor a la Patria y el amor a la Sede Apostólica. En tanto, apenas se percibe lo dañino que resulta para la historia la visión mundana de aquellos que, volcándose a los estudios pretéritos de un modo parcial (como quien estudia sólo las bajezas humanas) concluirán que la historia no será ya maestra de la vida ni luz de la verdad, como los antiguos –con buen tino– dijeron que debía ser, sino, todo lo contrario: una aduladora de los vicios y promotora de las corrupciones. 

Esto, sobre todo, ocasiona un daño entre los más jóvenes, cuyas mentes se verán llenas de locuras y de prejuicios desviando sus almas de la honestidad y de la modestia. La historia, en efecto, golpea con grandes seducciones sus apasionadas y vivaces mentes. Son sobre todos los adolescentes quienes abrazan con ardor y mantienen impresa por muchísimo tiempo en el alma, las imágenes recibidas del pasado y los retratos de aquellos personajes que la narración les pone delante como si estuviesen vivos. Así, contaminados desde los primeros años por el veneno, será prácticamente inútil buscar luego un antídoto. No es, en efecto, una esperanza creíble que en el futuro, gracias a la edad, se volverán más sabios desechando aquello que, inicialmente, habían aprendido. La razón es sencilla: en primer lugar, porque pocos son los que se dedican a estudiar analíticamente la historia con profunda motivación; en segundo lugar, porque llegados a la adultez se darán quizás más ocasiones, en la vida cotidiana, para confirmar los errores, más que para corregirlos. Por eso es importantísimo contrarrestar tan grande y actual peligro, dedicándose con empeño a fin de que las disciplinas históricas, tan nobles como son, no se transformen en una fuente de grandes males, públicos y privados. Los hombres de bien, documentados y competentes en estas materias, deben dedicarse con esmero a escribir textos de historia con el fin preciso de hacer aparecer aquello que es auténticamente verdadero y de refutar, con doctrina, las injurias criminales que ya hace demasiado tiempo vienen acumulándose. A la endeble narración se opongan la fatiga de la investigación y la reflexión; a la temeridad de las afirmaciones, la prudencia del juicio; a la ligereza de los prejuicios, la profunda clasificación de los hechos. Con todo esfuerzo deben ser repudiadas las mentiras e invenciones, ateniéndose a las fuentes; en la mente de quien escriba esté bien presente en cada momento, que “la primera ley de la historia es que no se ose decir nada falso, ni esconder nada de la verdad; para que, al escribir, no existan sospechas de partidismo o aversiones”. 

Además, es necesaria la compilación de comentarios para el uso de las escuelas, que puedan describir y valorar la historia respetando la verdad y sin algún peligro para los adolescentes. Por este motivo, una vez realizadas las obras de mayor peso consideradas más confiables por la seguridad de la documentación, quedará por resumir los argumentos principales y transcribirlos con claridad y brevedad; un objetivo por cierto difícil, pero que dará grandes frutos, y por ende, será para mérito de los mejores ingenios. Esto, por cierto, no es un campo de batalla inexplorado y nuevo; la senda ya ha sido marcada por diversos hombres excelentes a instancias de la Iglesia, quien cultivó con dedición los estudios históricos desde el inicio, recordando que, según los antiguos, eran más próximos a las materias sagradas que a las profanas. A pesar de las sangrientas tormentas que se lanzaron desde el principio contra la Cristiandad, muchísimos documentos y testimonios fueron conservados intactos. Así, cuando despuntaron los tiempos más serenos, comenzó a desarrollarse en la Iglesia el estudio de la Historia. Oriente y Occidente vieron en esta materia los doctos trabajos de Eusebio Panfilio, Teodoreto, Sócrates, Sozomeno y otros. 

Luego de la caída del Imperio Romano, con la Historia sucedió como con otras nobles disciplinas: no encontraron otro refugio que los monasterios y no tuvieron prácticamente otros cultores que los religiosos, tanto que, si los monjes de los conventos no se hubiesen preocupado por escribir regularmente los anales, por un gran lapso de tiempo no hubiésemos tenido casi ninguna noticia de aquello que sucedía en las ciudades. Entre lo más cercanos a nosotros, es suficiente recordar a dos estudiosos que ninguno ha superado: Baronio y Muratori. El primero sumó rectitud de ingenio y sutileza de juicio a una increíble erudición; el segundo, si bien en sus escritos “se encuentran también pasajes censurables”, sin embargo ilustró los sucesos de la historia italiana con tanta riqueza de documentos como ningún otro lo haya hecho antes. Además de éstos, se podrían recordar fácilmente a muchos otros estudiosos, notables y famosos, entre los cuales querría citar a Angelo Mai, lustre y decoro de vuestro ilustrísimo Colegio. San Agustín, gran doctor de la Iglesia y primero entre todos, delineó y elaboró la filosofía de la historia. Quienes han venido después de él, no sólo lo han tomado como maestro y guía sino que, formándose cuidadosamente en sus escritos y sus meditaciones, han obtenido resultados dignos de mención en este sector. El error en cambio, ha desviado una y otra vez de la verdad a aquellos que se han alejado de las huellas de tan gran hombre, porque al analizar los caminos y los acontecimientos de los Estados no comprendieron las auténticas causas que regulan los eventos humanos.

Aunque es sabido que siempre la Iglesia ha adquirido méritos en las disputas históricas, corresponde también ahora seguir conquistándolos, más aún, porque a estas lides nos impulsa la exigencia de los tiempos. En efecto, cuando los ataques de los enemigos continúan lanzándose sobre todo contra la historia, como hemos dicho, conviene que Ella los afronte con las armas adecuadas, preparándose con mayor empeño a reducirlos justamente allí donde son más violentos.

Con este espíritu, en otro momento hemos pensado que Nuestro Archivo ayudase lo más posible a la religión y al progreso de la ciencia. Hoy, de la misma manera, disponemos que de Nuestra Biblioteca Vaticana se traigan los instrumentos para enriquecer los escritos históricos de los cuales hemos hablado. No hay duda, queridos Hijos Nuestros, que la autoridad de vuestro rol y la estima de vuestros méritos, inducirán fácilmente a personajes doctos y expertos en el campo de la historiografía a unirse a vosotros; a cada uno de ellos, según sus competencias, podréis confiar correctamente un encargo, en base a criterios precisos deliberados por Nuestra Autoridad. Ordenamos que todos aquellos que, junto con vosotros se empeñen en este trabajo, lo hagan con buenas y nobles intenciones, y confíen en Nuestra particular benevolencia. Esta resolución, por la cual esperamos óptimos frutos, es digna de Nuestro empeño y patrocinio. En efecto, es necesario que la tesis arbitraria ceda frente a la documentación sólidamente argumentada: los intentos largamente reiterados contra la verdad, serán superados y vueltos a la nada por la misma verdad, que por momentos podrá ser oscurecida, pero nunca suprimida. Esperamos, por lo tanto, que la mayor cantidad de gente posible se vea estimulada por el deseo de la investigación de la verdad y, en consecuencia, recurran a válidos documentos. En efecto, puede decirse que toda la historia proclama que Dios es quien rige providencialmente los múltiples y perpetuos movimientos de los mortales, y que Él, incluso contra el querer de los hombres, la guía para el bien de Su Iglesia. El Pontificado Romano ha vencido siempre ante las luchas y persecuciones mientras que, sus oponentes, con la esperanza perdida, han logrado por sí solos, su propia ruina. Con la misma claridad la historia testifica cuál ha sido desde el inicio, el designio divino respecto de la ciudad de Roma: proporcionar una sede perpetua y un domicilio a los sucesores del bienaventurado Pedro, para que, desde este centro, gobernase a toda la Cristiandad sin ser sometida a poder alguno. Ninguno ha osado oponerse a este designio de la divina providencia sin darse cuenta, antes o después, de haber emprendido un trabajo inútil.

Tales hechos son tan evidentes que brillan como si estuviesen colocados sobre un brillante monumento y confirmados por el testimonio de diecinueve siglos. Tampoco hay que creer que los acontecimientos futuros serán diferentes. Ahora, en efecto, prevalecen las sectas de los hombres enemigos de Dios y de su Iglesia, que mandan con hostilidad contra el Pontífice romano, trayendo la guerra incluso dentro de la misma casa, buscando debilitar sus fuerzas e intentando reducir el sagrado poder papal al punto tal que, si fuese posible, querrían destruir el mismo Pontificado. Lo que se ha cumplido luego de la expugnación de la Orbe18 y todo lo que todavía hoy se comete no dejan dudas sobre lo que se tenían entre manos aquellos que se presentaban como arquitectos y conductores de la nueva ciudad. A éstos se unieron, quizás no con el mismo ánimo, quienes fueron atrapados por el increíble deseo de fundar y hacer grande la nación. Así creció el número de quienes estaban en lucha contra la Sede Apostólica y el Pontífice romano, reducido miserablemente a aquella condición que los católicos concordemente deploran19. Pero, en verdad, a quienes así obran, no les sucederá nada mejor que lo que ha sucedido antes a quienes tuvieron análogos objetivos y semejante audacia. Para los italianos, este combate vehemente contra la Sede Apostólica, llevado delante de manera ofensiva y desconsiderada, es fuente de graves daños públicos y privados. Para perturbar los ánimos de la multitud, se ha dicho incluso que el Pontificado es hostil a los intereses italianos; pero es justamente lo que hemos dicho antes lo que refuta suficientemente esta inicua y estúpida acusación. Es públicamente conocido que el Papado, tanto en el pasado como en el futuro, ha sido y será una fuente de prosperidad y provecho para el pueblo italiano; porque esta es, justamente, su constante e inmutable naturaleza: hacer el bien y propagarlo en todas partes. Por esto no es una buena decisión, de parte de aquellos que gobiernan, separar a Italia de esta grandísima fuente de beneficios; ni es digno de los italianos hacer causa común con aquellos que tienen como único objetivo la ruina de la Iglesia. Y no es ni útil ni prudente entrar en guerra contra un poder de cuya eternidad Dios es garante y la historia testigo; que es venerado por todo el mundo católico, el cual se preocupa por defenderlo con todos los medios; que inevitablemente los mismos gobernantes de los Estados reconocen y sostienen, sobre todo en estos tiempos difíciles, en los cuales parecen vacilar los fundamentos mismos sobre los cuales se basa la sociedad humana. Si todos aquellos que estuviesen animados por el verdadero amor a la Patria se dieran cuenta de la verdad, deberían empeñarse al máximo por remover las causas de esta funesta trama y dar la debida razón a la Iglesia Católica, a quien le sobran fundadas respuestas y reivindica sus propios derechos. Por lo demás, nada deseamos más que imprimir profundamente en el alma de los hombres todo lo que ya hemos recordado y que ha sido confiado a la memoria de los documentos. Será vuestra tarea, queridos Hijos Nuestros, dedicaros a este fin, con la mayor solercia y empeño que podáis, a fin que, vuestra fatiga y la de aquellos que os ayuden, produzca los mayores frutos. Con sumo afecto en el Señor, impartimos a vosotros y a todos ellos, la bendición Apostólica, como prenda de protección celestial Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de agosto de 1883, año sexto de Nuestro Pontificado.

LEÓN PP. XIII 

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